El formato de la Copa en España es un disparate desde hace ya muchos años. Eliminatorias a doble partido que perjudican a los equipos pequeños, un calendario condensado en el mes de enero y varios meses sin competición, una sede para la final no fijada a principio de temporada que siempre da lugar a polémicas... y como es un formato que beneficia a los equipos más grandes, es muy probable que el Barcelona llegue casi todos los años. O el Athletic de Bilbao. Equipos coperos. Y está lo del himno, claro...
Esta temporada al menos nos hemos librado del debate rancio de programas de medianoche sobre la sede de la final. Con el Wanda Metropolitano en su año de estreno y Madrid como punto intermedio entre Barcelona y Sevilla no ha habido ningún problema. Bueno, eso si no ibas con una camiseta amarilla al feudo colchonero, claro. Cómo ser tan osado a vestir como te apetezca en un país donde existe la libertad de expresión.
En lo futbolístico, lo que nos interesa a todos menos a los que hacen y consumen los programas rancios de medianoche, presenciamos una auténtica exhibición del Barça. Era desolador, incluso para un culé, por la rabia interna de lo de Roma y los pensamientos. Cómo pudo suceder... si hubiésemos salido como hoy... y tremendamente duro para los sevillistas. Las lágrimas de desilusión de los niños en la grada te partían el corazón. Y el corazón partido solo gusta si lo canta Alejandro Sanz.
Al menos pudimos ver al Rey. Y no me refiero a su majestad, sino a Andrés Iniesta. Su última exhibición. Su último servicio para el Barcelona. Sus lágrimas y el aplauso unánime. Un partido para disfrutar; seas del Barça, del Madrid, del Sevilla, llevases una camiseta amarilla o no, pitases o no el himno, ganases o perdieses fue imposible no disfrutar de un partido como este, de un estadio espectacular. Y si eres del bando perdedor, siempre te quedaba la Unviersidad Rey Juan Carlos a apenas quince minutos de coche. Pásate, que igual te cae un máster.
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